Capítulo 27
Dos días después, el ambiente en un pub de Montreal estaba cargado de una mezcla de alivio y euforia contenida. La madera oscura de las mesas reflejaba la tenue luz de las lámparas colgantes, mientras el murmullo de conversaciones y risas llenaba el espacio, en contraste con el frío implacable que aún azotaba la ciudad afuera. El choque de los vasos resonaba como un trueno en la atmósfera cargada de tensión que nos había acompañado durante semanas. Cooper y yo nos sentamos en un rincón apartado, con copas de vino tinto que destellaban bajo la luz cálida, brindando por un progreso que parecía casi milagroso.
Las redadas habían sido un éxito rotundo. Las autoridades canadienses, con una precisión quirúrgica, habían golpeado los puntos neurálgicos del culto de Martínez. Los cabecillas, junto con la esposa y las tres hijas, estaban atrapados en una red que se cerraba inexorablemente sobre ellos, el terror y la desesperación reflejados en los informes que nos llegaban con cada actualización. La tensión que antes impregnaba cada paso se había transformado en una sensación palpable de control y justicia. El Sûreté du Québec (SQ), el Servicio Canadiense de Inteligencia de Seguridad (CSIS), la Gendarmería Real de Canadá (RCMP) y la Unidad de Crimen Organizado de la Policía de Montreal (SPVM) y sus informes eran contundentes: la ley recuperaba terreno, y Montreal respiraba un aire de justicia y esperanza renovada.
—No puedo creer lo rápido que lo hemos logrado —dije, permitiendo que la satisfacción y el orgullo por el trabajo bien hecho nos envolvieran—. Las piezas del rompecabezas finalmente encajan.
Él asintió, con la mirada fija en la copa que giraba lentamente entre sus dedos.
—Las evidencias, los testimonios, todo está alineado. No hemos desmantelado el culto por completo, pero la justicia tiene a Montreal firmemente entre sus manos.
—Aún queda mucho por hacer —admití—, pero esto es un golpe devastador para ellos. Las evidencias, los testimonios, todo está alineado para establecer la ley y la justicia aquí.
La música suave del pub, una mezcla de jazz y blues, parecía envolvernos en una burbuja temporal donde el peligro se había disipado momentáneamente. Afuera, la nieve seguía cayendo, pero dentro, la atmósfera era de victoria contenida. Los informes policiales mostraban cómo las calles, antes dominadas por el miedo y el silencio, comenzaban a recuperar su pulso, su ritmo natural.
—Mañana revisaremos los informes más recientes y planificaremos los siguientes movimientos —añadí con voz firme—. Pero hoy, celebremos lo que hemos logrado.
Levantamos las copas; el tintinear resonó como un pequeño triunfo en medio del invierno canadiense. Afuera, la nevada persistía, pero dentro del pub, la calidez y la determinación se sentían más fuertes que nunca. Montreal estaba recuperando su control, y nosotros estábamos en el centro de esa lucha, listos para lo que viniera.
Las redadas habían sido un éxito rotundo. Las autoridades canadienses, con una precisión quirúrgica, habían golpeado los puntos neurálgicos del culto de Martínez. Los cabecillas, junto con la esposa y las tres hijas, estaban atrapados en una red que se cerraba inexorablemente sobre ellos, el terror y la desesperación reflejados en los informes que nos llegaban con cada actualización. La tensión que antes impregnaba cada paso se había transformado en una sensación palpable de control y justicia. El Sûreté du Québec (SQ), el Servicio Canadiense de Inteligencia de Seguridad (CSIS), la Gendarmería Real de Canadá (RCMP) y la Unidad de Crimen Organizado de la Policía de Montreal (SPVM) y sus informes eran contundentes: la ley recuperaba terreno, y Montreal respiraba un aire de justicia y esperanza renovada.
—No puedo creer lo rápido que lo hemos logrado —dije, permitiendo que la satisfacción y el orgullo por el trabajo bien hecho nos envolvieran—. Las piezas del rompecabezas finalmente encajan.
Él asintió, con la mirada fija en la copa que giraba lentamente entre sus dedos.
—Las evidencias, los testimonios, todo está alineado. No hemos desmantelado el culto por completo, pero la justicia tiene a Montreal firmemente entre sus manos.
—Aún queda mucho por hacer —admití—, pero esto es un golpe devastador para ellos. Las evidencias, los testimonios, todo está alineado para establecer la ley y la justicia aquí.
La música suave del pub, una mezcla de jazz y blues, parecía envolvernos en una burbuja temporal donde el peligro se había disipado momentáneamente. Afuera, la nieve seguía cayendo, pero dentro, la atmósfera era de victoria contenida. Los informes policiales mostraban cómo las calles, antes dominadas por el miedo y el silencio, comenzaban a recuperar su pulso, su ritmo natural.
—Mañana revisaremos los informes más recientes y planificaremos los siguientes movimientos —añadí con voz firme—. Pero hoy, celebremos lo que hemos logrado.
Levantamos las copas; el tintinear resonó como un pequeño triunfo en medio del invierno canadiense. Afuera, la nevada persistía, pero dentro del pub, la calidez y la determinación se sentían más fuertes que nunca. Montreal estaba recuperando su control, y nosotros estábamos en el centro de esa lucha, listos para lo que viniera.
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