Capítulo 26
El aire de Montreal era una daga helada que cortaba la piel apenas salimos del aeropuerto. La ciudad, envuelta en una nevada persistente, parecía un tablero de ajedrez cubierto de escarcha: calles largas y rectilíneas, farolas que titilaban a través de la ventisca, fachadas de ladrillo rojo y piedra gris, y el eco lejano de sirenas que se perdía entre los bloques de apartamentos. El invierno canadiense no perdonaba, y la ciudad se presentaba ante nosotros como un laberinto gélido, tan hermoso como letal.
El apartamento que alquilamos en el Plateau Mont-Royal era pequeño, pero tenía una vista privilegiada de la ciudad. Desde la ventana, las luces de la avenida Saint-Laurent se extendían como un río de oro bajo la nieve. Instalamos el cuartel improvisado en la sala: mapas de Montreal cubrían la mesa y las paredes, cada uno marcado con alfileres de colores, líneas trazadas a mano, fotos impresas y notas autoadhesivas. El olor a café fuerte y papeles viejos llenaba el ambiente.
Cooper, con la mandíbula apretada repasaba una lista interminable de direcciones: clubes nocturnos en Mile End, iglesias abandonadas en Hochelaga, sótanos de bares en Griffintown, apartamentos en Outremont, almacenes en Lachine. Cada lugar en el mapa era un rastro de sus crímenes en la ciudad, una prueba de la presencia del culto. Las rutas se cruzaban y bifurcaban, formando una telaraña que parecía envolver Montreal entera.
—Mira esto —dije, señalando una zona donde se acumulaban varios alfileres rojos—. Aquí hay un patrón: los incendios, las desapariciones, el narcotráfico, los asesinatos, hasta los informes de rituales extraños. Todo en un radio de diez cuadras alrededor del campus incendiado.
Cooper asintió, su mirada fija en el mapa.
—No es casualidad. El culto se mueve en círculos concéntricos, como si protegieran algo en el lugar. Y mira estos informes de la policía: testigos que vieron furgonetas negras sin placas, movimientos nocturnos cerca del canal Lachine, mujeres jóvenes vistas por última vez en bares de Crescent Street.
Me recosté en la butaca, repasando mentalmente la lista de contactos en Montreal. Teníamos a Marie Tremblay, periodista de investigación, que prometió acceso a archivos policiales filtrados. Estaba también el inspector Bouchard del SPVM, un hombre de pocas palabras pero serio, dispuesto a compartir información a cambio de discreción. Y finalmente, el padre Armand, párroco de una iglesia en ruinas, que había visto demasiado y no temía hablar.
—Esta vez no vamos a cometer errores —murmuré, repasando la agenda—. Vamos a revisar cada uno de estos lugares, uno por uno. Sin prisa, pero sin pausa. Donde sea que estén aquí, los vamos a encontrar.
El reloj marcaba las cinco de la madrugada. Afuera, la nieve seguía cayendo, amortiguando los sonidos de la ciudad. Encendí otra lámpara, bañando los mapas en una luz cálida y artificial. Cooper repasaba los informes del CSIS y la Sûreté du Québec, buscando conexiones entre los nombres y direcciones. El silencio era tenso, cargado de expectativa.
De vez en cuando, el rugido lejano de un quitanieves nos recordaba que el mundo seguía girando, ajeno al horror que se ocultaba bajo la superficie. Pero nosotros sabíamos la verdad: Montreal era el epicentro del culto, y cada minuto que pasaba era una oportunidad más para que sus cabecillas escaparan, destruyeran pruebas, o cometieran otro crimen.
—Mañana empezamos por el club nocturno en la rue Saint-Denis —dijo Cooper, marcando el lugar con un alfiler negro—. Después, la iglesia abandonada. Y así, uno a uno.
Asentí, sintiendo la fatiga, pero también una determinación feroz. Esta vez, no habría margen para el error.
—Debemos estar al tanto de lo que sucede en la península ibérica —le recordé—, ya que hemos deducido que España es una completa pérdida de tiempo. Debemos mantener nuestra atención en Portugal y en las próximas elecciones municipales.
—Creo que cualesquiera que sean los resultados de las elecciones, funcionarán a nuestro favor.
—En eso tienes razón —dije con seguridad—. Portugal es un tablero minado. Solo necesitamos que sigan haciendo exactamente lo que están haciendo.
—¿Qué quieres decir? —me preguntó intrigado.
—Solo vimos patrones repetitivos una y otra vez. Eso, sin duda, les da una sensación de dominio y alimenta la opresión y la constricción sobre Lisboa. Son como serpientes constrictoras. Pero, ¿qué sucedería si la ciudad se transformara en una espada de doble filo o en un brasero de fuego en medio de la leña?
—Caerán —concluyó simplemente.
—Exacto. Por eso necesitamos que sigan haciendo exactamente lo mismo que están haciendo y créeme, no dejarán de hacerlo; tienen que ser derribados. Lo vimos con nuestros propios ojos. Todo lo que presenciamos en Portugal es prueba de ello.
—¿Y qué hay de América Latina?
—¿Qué tenemos nosotros en América Latina? —pregunté confundida.
—Guyana.
—Tal vez no creamos en religión, pero quizá deberíamos creer en Dios; ambos sabemos lo complicada y problemática que es esa región. Además, carecemos de jurisdicción allí. Quizá haya enviados mucho mejores que nosotros, que hagan milagros o lo imposible. Sin embargo, hay una estrategia que avanza a fuego lento, producto de estos mismos patrones repetitivos. Pero, por ahora, gracias a Dios, no hace falta que pensemos en Guyana —miré a Cooper fijamente—. Tu trabajo ahora es desmantelar las cabezas del pastor, su esposa y las tres hijas que tiene con ella. Debemos enfocarnos en lo que tenemos que hacer aquí, en Montreal. Nos hemos esforzado mucho y hemos logrado grandes cosas por este caso. Solo un poco más. Siento que ya tenemos prácticamente todo el trabajo hecho. Todo marcha a nuestro favor, ¿es que no te das cuenta?. Ya habrá tiempo para lo demás. Tenemos todo el tiempo del mundo.
—Eres increíble —me dijo soltando una carcajada.
—Bien —me levanté del sillón viendo el amanecer filtrarse por el balcón—. Tenemos trabajo que hacer.
El apartamento que alquilamos en el Plateau Mont-Royal era pequeño, pero tenía una vista privilegiada de la ciudad. Desde la ventana, las luces de la avenida Saint-Laurent se extendían como un río de oro bajo la nieve. Instalamos el cuartel improvisado en la sala: mapas de Montreal cubrían la mesa y las paredes, cada uno marcado con alfileres de colores, líneas trazadas a mano, fotos impresas y notas autoadhesivas. El olor a café fuerte y papeles viejos llenaba el ambiente.
Cooper, con la mandíbula apretada repasaba una lista interminable de direcciones: clubes nocturnos en Mile End, iglesias abandonadas en Hochelaga, sótanos de bares en Griffintown, apartamentos en Outremont, almacenes en Lachine. Cada lugar en el mapa era un rastro de sus crímenes en la ciudad, una prueba de la presencia del culto. Las rutas se cruzaban y bifurcaban, formando una telaraña que parecía envolver Montreal entera.
—Mira esto —dije, señalando una zona donde se acumulaban varios alfileres rojos—. Aquí hay un patrón: los incendios, las desapariciones, el narcotráfico, los asesinatos, hasta los informes de rituales extraños. Todo en un radio de diez cuadras alrededor del campus incendiado.
Cooper asintió, su mirada fija en el mapa.
—No es casualidad. El culto se mueve en círculos concéntricos, como si protegieran algo en el lugar. Y mira estos informes de la policía: testigos que vieron furgonetas negras sin placas, movimientos nocturnos cerca del canal Lachine, mujeres jóvenes vistas por última vez en bares de Crescent Street.
Me recosté en la butaca, repasando mentalmente la lista de contactos en Montreal. Teníamos a Marie Tremblay, periodista de investigación, que prometió acceso a archivos policiales filtrados. Estaba también el inspector Bouchard del SPVM, un hombre de pocas palabras pero serio, dispuesto a compartir información a cambio de discreción. Y finalmente, el padre Armand, párroco de una iglesia en ruinas, que había visto demasiado y no temía hablar.
—Esta vez no vamos a cometer errores —murmuré, repasando la agenda—. Vamos a revisar cada uno de estos lugares, uno por uno. Sin prisa, pero sin pausa. Donde sea que estén aquí, los vamos a encontrar.
El reloj marcaba las cinco de la madrugada. Afuera, la nieve seguía cayendo, amortiguando los sonidos de la ciudad. Encendí otra lámpara, bañando los mapas en una luz cálida y artificial. Cooper repasaba los informes del CSIS y la Sûreté du Québec, buscando conexiones entre los nombres y direcciones. El silencio era tenso, cargado de expectativa.
De vez en cuando, el rugido lejano de un quitanieves nos recordaba que el mundo seguía girando, ajeno al horror que se ocultaba bajo la superficie. Pero nosotros sabíamos la verdad: Montreal era el epicentro del culto, y cada minuto que pasaba era una oportunidad más para que sus cabecillas escaparan, destruyeran pruebas, o cometieran otro crimen.
—Mañana empezamos por el club nocturno en la rue Saint-Denis —dijo Cooper, marcando el lugar con un alfiler negro—. Después, la iglesia abandonada. Y así, uno a uno.
Asentí, sintiendo la fatiga, pero también una determinación feroz. Esta vez, no habría margen para el error.
—Debemos estar al tanto de lo que sucede en la península ibérica —le recordé—, ya que hemos deducido que España es una completa pérdida de tiempo. Debemos mantener nuestra atención en Portugal y en las próximas elecciones municipales.
—Creo que cualesquiera que sean los resultados de las elecciones, funcionarán a nuestro favor.
—En eso tienes razón —dije con seguridad—. Portugal es un tablero minado. Solo necesitamos que sigan haciendo exactamente lo que están haciendo.
—¿Qué quieres decir? —me preguntó intrigado.
—Solo vimos patrones repetitivos una y otra vez. Eso, sin duda, les da una sensación de dominio y alimenta la opresión y la constricción sobre Lisboa. Son como serpientes constrictoras. Pero, ¿qué sucedería si la ciudad se transformara en una espada de doble filo o en un brasero de fuego en medio de la leña?
—Caerán —concluyó simplemente.
—Exacto. Por eso necesitamos que sigan haciendo exactamente lo mismo que están haciendo y créeme, no dejarán de hacerlo; tienen que ser derribados. Lo vimos con nuestros propios ojos. Todo lo que presenciamos en Portugal es prueba de ello.
—¿Y qué hay de América Latina?
—¿Qué tenemos nosotros en América Latina? —pregunté confundida.
—Guyana.
—Tal vez no creamos en religión, pero quizá deberíamos creer en Dios; ambos sabemos lo complicada y problemática que es esa región. Además, carecemos de jurisdicción allí. Quizá haya enviados mucho mejores que nosotros, que hagan milagros o lo imposible. Sin embargo, hay una estrategia que avanza a fuego lento, producto de estos mismos patrones repetitivos. Pero, por ahora, gracias a Dios, no hace falta que pensemos en Guyana —miré a Cooper fijamente—. Tu trabajo ahora es desmantelar las cabezas del pastor, su esposa y las tres hijas que tiene con ella. Debemos enfocarnos en lo que tenemos que hacer aquí, en Montreal. Nos hemos esforzado mucho y hemos logrado grandes cosas por este caso. Solo un poco más. Siento que ya tenemos prácticamente todo el trabajo hecho. Todo marcha a nuestro favor, ¿es que no te das cuenta?. Ya habrá tiempo para lo demás. Tenemos todo el tiempo del mundo.
—Eres increíble —me dijo soltando una carcajada.
—Bien —me levanté del sillón viendo el amanecer filtrarse por el balcón—. Tenemos trabajo que hacer.
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