Capítulo 20
La nieve cubría las calles de Montreal cuando Cooper y yo nos dirigimos al aeropuerto Pierre Elliott Trudeau en un silencio tenso, cargado de anticipación. François, con su habitual semblante serio, nos esperaba en el lobby, envuelto en un abrigo oscuro que apenas dejaba ver su rostro cansado pero alerta.
—El vuelo a Lisboa sale en unos minutos—nos dijo sin rodeos—. Les he reservado asientos en clase turista, nada que llame la atención. Recuerden, nadie sabe quiénes son realmente.
Cooper y yo intercambiamos una mirada. Sin credenciales oficiales, éramos indetectables en esta misión que se sentía más como un viaje de supervivencia que una investigación. Sin embargo, aunque estábamos solos, no estábamos vencidos. El culto había cometido un error: subestimarnos.
—Serán como las vacaciones que nunca tuvimos —sonrió Cooper, mirándome y ajustándose el gorro de invierno.
François soltó una carcajada llena de amargura al escucharlo.
—No hemos terminado en Montreal —repliqué, lanzándole a Cooper una mirada seria.
—Esto no es un viaje de placer. —Dijo François encendiendo un cigarrillo, la llama iluminando su rostro.— Es una danza con la muerte. Lo que sea que hayan visto y enfrentado aquí Montreal y en Seattle, en Portugal será muchísimo peor. Lisboa es un avispero y Oporto un nido de víboras, los contactos del culto allí son aún más brutales y peligrosos. Pero si logramos desestabilizarlos en España, su red europea empezará a tambalearse completamente.
—Lo sabemos —Atajé con seriedad, sin que lograra intimidarme—. Está vez no solo perseguimos justicia, también vamos de cacería.
—¿Y tú? —Le preguntó Cooper a François—. ¿Por qué arriesgarte tanto?
François exhaló el humo lentamente.
—Porque ya he perdido demasiado. Si el culto cae, yo sobrevivo, si el culto continúa no tendré ninguna oportunidad.—Respondió dándole otra calada al cigarrillo, para después tirarlo al suelo y aplastarlo con su bota.
El vuelo nocturno desde Montreal fue largo y silencioso. François, sentado junto a la ventanilla, apenas habló; sus ojos recorrían el Atlántico como si pudiera ver lo que nos esperaba en la península ibérica. Cooper dormía a ratos, pero yo, apenas logré cerrar los ojos. El peso de la misión y la incertidumbre de nuestra suspensión del FBI me mantenían alerta, consciente de que cada minuto nos acercaba a un territorio donde la ley era un susurro y el peligro, un grito constante. Por primera vez en años, viajábamos sin placas, sin respaldo, sin recursos, solo con la determinación de hacer lo correcto… y la esperanza de que François realmente estuviera de nuestro lado.
El avión aterrizó en Lisboa en plena madrugada. El frío húmedo del Atlántico se colaba por las rendijas de la pasarela, envolviéndonos en una bruma helada que parecía arrastrar consigo todas las sombras de la ciudad. Cooper y yo, con François a la cabeza, atravesamos el control migratorio con la serenidad de quienes han cruzado demasiadas fronteras para dejarse intimidar por uniformes o miradas inquisitivas.
El aeropuerto Humberto Delgado, a esa hora, era un escenario de turistas, susurros y ecos lejanos. François, siempre atento, nos condujo hasta un taxi sin mediar palabra. El conductor, un hombre robusto de rostro curtido y ojos cautelosos, nos observó por el retrovisor mientras François murmuraba la dirección en portugués. Nos dirigíamos al barrio de Chiado, donde, según él, podríamos pasar desapercibidos y planear nuestro siguiente movimiento.
Lisboa, incluso en la penumbra, era una ciudad de contrastes. Las callejuelas adoquinadas, techos tradicionales con tejas de cerámica, las fachadas cubiertas de azulejos desgastados y los tranvías componían una escena nostálgica que ocultaba bajo su belleza decadente una tensión sutil, un entramado oscuro de violencia y terror, como si la ciudad misma supiera que algo oscuro se avecinaba. Sin embargo, esa madrugada, en la capital portuguesa, sentí que la sombra oscura del culto era menos imbatible de lo que parecía.
Nos instalamos en un modesto apartamento alquilado en el barrio de Chiado, desde donde podíamos observar sin ser vistos. Al llegar, Cooper y yo revisamos cada rincón. No era solo precaución, era protocolo. François, por su parte, se mantuvo cerca de la ventana, escudriñando la calle con la paciencia de quien ha aprendido a sobrevivir a base de desconfianza.
Al amanecer, otro taxi nos dejó en la Baixa, cerca de la Praça do Comércio. François nos condujo hasta una cafetería discreta, donde pidió tres bicas y pastéis de nata. Mientras el camarero desaparecía tras la barra, François deslizó una carpeta por la mesa.
—Aquí están los nombres y direcciones de los lugares fachada del culto en Lisboa y Oporto —dijo en voz baja—. Bancos, galerías de arte, hoteles. Tienen incluso contactos en la policía local, así que cada movimiento debe ser calculado.
—¿Y los jefes? —preguntó Cooper revisando la carpeta.
—Uno de ellos, Manuel Vieira, opera desde una galería en Avenidas Novas. Es peligroso y paranoico. Si lo enfrentan, no esperen misericordia.
—¿Alguien más?—Pregunté
—Ricardo Ferreira —dijo François con voz baja—. Es el cabecilla del culto en la península ibérica. Un psicópata lunático, maniático y sanguinario capaz de cualquier atrocidad para mantener su dominio. Está rodeado de un séquito letal: ex militares endurecidos por la corrupción, mujeres prostitutas y jovencitas perversas igual de peligrosas que él. Controla Lisboa y Oporto con puño de hierro.
Cooper frunció el ceño.
—¿Cómo operan?
—Con violencia y terror. No dudan en eliminar a cualquiera que se interponga. Ferreira es paranoico; cree que todos conspiran contra él. Eso lo hace impredecible, extremadamente peligroso.
El trayecto de la caminata por la ciudad fue tenso. François nos resumió la situación: el culto tenía dos bases principales en Lisboa, ambas disfrazadas de negocios legítimos. Una era una galería de arte en Avenidas Novas, la otra un club nocturno en Cais do Sodré.
—La galería es fachada para el blanqueo de dinero —explicó—. El club, para el tráfico de armas y contactos con organizaciones criminales locales, también es un hervidero de prostitutas y drogas.
—¿Qué tan protegidos están? —preguntó Cooper, ajustando su chaqueta.
—Más de lo que imaginas. Y la policía portuguesa no siempre es confiable —François bajó la voz—. Hay elementos radicalizados y corruptos incluso dentro de las fuerzas del orden. La clave está en entender la mente de Ferreira. Un lunático paranoico no actúa sin calcular el miedo que puede causar.
—Exacto. —Respondí— Y ese miedo es su arma más peligrosa. Pero también su talón de Aquiles. Si logramos desestabilizar su red, podemos hacer que se vuelva contra sí mismo.
Esa noche nos llevó a un club clandestino en un barrio de Lisboa, una fachada para el culto. Las luces bajas y la música estridente ocultaban un ambiente cargado de tensión. Observamos desde la sombra cómo mujeres jóvenes de mirada vacía y hombres con cicatrices recientes se movían en una danza que combinaba perversión y locura.
La violencia estalló en segundos. Disparos, dos cuerpos femeninos que caen, y el caos se desata. Nos replegamos hacia la calle, donde la noche invernal nos recibió como un refugio temporal.
Esa noche, nos refugiamos en un hotel discreto en el Bairro Alto. Las paredes, finas como papel, no lograban aislar los ruidos de la ciudad ni los ecos de nuestros temores.
—¿Por qué Ferreira es tan temido? —pregunté a François mientras sacaba una botella de vino del frigorífico.
—Porque disfruta el dolor ajeno —respondió con voz grave—. Es un psicópata, un artista del terror. Nadie sabe cuántos ha matado. Y es paranoico: cambia de mujeres cada noche y sabe que su cabeza tiene precio.
Cooper, siempre pragmático, desplegó un mapa sobre la mesa.
—Lisboa y Oporto. Debemos anticipar sus movimientos. ¿Qué conexiones tiene aquí?
François señaló varios puntos: almacenes en el centro, farmacias, cafeterías, restaurantes, panaderías, bares en Cais do Sodré, una iglesia abandonada en Graça. Cada lugar era un posible nido de víboras.
—El culto es como una hidra; cortan una cabeza y dos más aparecen—Dijo con voz áspera.
Salimos al balcón. Desde allí, la ciudad de Lisboa se extendía, iluminada por faroles antiguos y el murmullo lejano de la costa atlántica. La luna brillaba como un sol de medianoche. François nos había advertido que la cooperación policial local era limitada y que debíamos movernos con cautela. La tensión era palpable; cada rostro podía ocultar un criminal, cada sombra un asesino al acecho. En Lisboa, la red de Ferreira se extendía como una telaraña venenosa. Mientras el invierno portugués nos envolvía, sabíamos que el peligro era ilimitado, pero también que nuestra perspicacia y astucia serían la luz y la brújula que nos guiaría en el proceso. La misión apenas comenzaba, y el verdadero terror estaba por desatarse.
—El vuelo a Lisboa sale en unos minutos—nos dijo sin rodeos—. Les he reservado asientos en clase turista, nada que llame la atención. Recuerden, nadie sabe quiénes son realmente.
Cooper y yo intercambiamos una mirada. Sin credenciales oficiales, éramos indetectables en esta misión que se sentía más como un viaje de supervivencia que una investigación. Sin embargo, aunque estábamos solos, no estábamos vencidos. El culto había cometido un error: subestimarnos.
—Serán como las vacaciones que nunca tuvimos —sonrió Cooper, mirándome y ajustándose el gorro de invierno.
François soltó una carcajada llena de amargura al escucharlo.
—No hemos terminado en Montreal —repliqué, lanzándole a Cooper una mirada seria.
—Esto no es un viaje de placer. —Dijo François encendiendo un cigarrillo, la llama iluminando su rostro.— Es una danza con la muerte. Lo que sea que hayan visto y enfrentado aquí Montreal y en Seattle, en Portugal será muchísimo peor. Lisboa es un avispero y Oporto un nido de víboras, los contactos del culto allí son aún más brutales y peligrosos. Pero si logramos desestabilizarlos en España, su red europea empezará a tambalearse completamente.
—Lo sabemos —Atajé con seriedad, sin que lograra intimidarme—. Está vez no solo perseguimos justicia, también vamos de cacería.
—¿Y tú? —Le preguntó Cooper a François—. ¿Por qué arriesgarte tanto?
François exhaló el humo lentamente.
—Porque ya he perdido demasiado. Si el culto cae, yo sobrevivo, si el culto continúa no tendré ninguna oportunidad.—Respondió dándole otra calada al cigarrillo, para después tirarlo al suelo y aplastarlo con su bota.
El vuelo nocturno desde Montreal fue largo y silencioso. François, sentado junto a la ventanilla, apenas habló; sus ojos recorrían el Atlántico como si pudiera ver lo que nos esperaba en la península ibérica. Cooper dormía a ratos, pero yo, apenas logré cerrar los ojos. El peso de la misión y la incertidumbre de nuestra suspensión del FBI me mantenían alerta, consciente de que cada minuto nos acercaba a un territorio donde la ley era un susurro y el peligro, un grito constante. Por primera vez en años, viajábamos sin placas, sin respaldo, sin recursos, solo con la determinación de hacer lo correcto… y la esperanza de que François realmente estuviera de nuestro lado.
El avión aterrizó en Lisboa en plena madrugada. El frío húmedo del Atlántico se colaba por las rendijas de la pasarela, envolviéndonos en una bruma helada que parecía arrastrar consigo todas las sombras de la ciudad. Cooper y yo, con François a la cabeza, atravesamos el control migratorio con la serenidad de quienes han cruzado demasiadas fronteras para dejarse intimidar por uniformes o miradas inquisitivas.
El aeropuerto Humberto Delgado, a esa hora, era un escenario de turistas, susurros y ecos lejanos. François, siempre atento, nos condujo hasta un taxi sin mediar palabra. El conductor, un hombre robusto de rostro curtido y ojos cautelosos, nos observó por el retrovisor mientras François murmuraba la dirección en portugués. Nos dirigíamos al barrio de Chiado, donde, según él, podríamos pasar desapercibidos y planear nuestro siguiente movimiento.
Lisboa, incluso en la penumbra, era una ciudad de contrastes. Las callejuelas adoquinadas, techos tradicionales con tejas de cerámica, las fachadas cubiertas de azulejos desgastados y los tranvías componían una escena nostálgica que ocultaba bajo su belleza decadente una tensión sutil, un entramado oscuro de violencia y terror, como si la ciudad misma supiera que algo oscuro se avecinaba. Sin embargo, esa madrugada, en la capital portuguesa, sentí que la sombra oscura del culto era menos imbatible de lo que parecía.
Nos instalamos en un modesto apartamento alquilado en el barrio de Chiado, desde donde podíamos observar sin ser vistos. Al llegar, Cooper y yo revisamos cada rincón. No era solo precaución, era protocolo. François, por su parte, se mantuvo cerca de la ventana, escudriñando la calle con la paciencia de quien ha aprendido a sobrevivir a base de desconfianza.
Al amanecer, otro taxi nos dejó en la Baixa, cerca de la Praça do Comércio. François nos condujo hasta una cafetería discreta, donde pidió tres bicas y pastéis de nata. Mientras el camarero desaparecía tras la barra, François deslizó una carpeta por la mesa.
—Aquí están los nombres y direcciones de los lugares fachada del culto en Lisboa y Oporto —dijo en voz baja—. Bancos, galerías de arte, hoteles. Tienen incluso contactos en la policía local, así que cada movimiento debe ser calculado.
—¿Y los jefes? —preguntó Cooper revisando la carpeta.
—Uno de ellos, Manuel Vieira, opera desde una galería en Avenidas Novas. Es peligroso y paranoico. Si lo enfrentan, no esperen misericordia.
—¿Alguien más?—Pregunté
—Ricardo Ferreira —dijo François con voz baja—. Es el cabecilla del culto en la península ibérica. Un psicópata lunático, maniático y sanguinario capaz de cualquier atrocidad para mantener su dominio. Está rodeado de un séquito letal: ex militares endurecidos por la corrupción, mujeres prostitutas y jovencitas perversas igual de peligrosas que él. Controla Lisboa y Oporto con puño de hierro.
Cooper frunció el ceño.
—¿Cómo operan?
—Con violencia y terror. No dudan en eliminar a cualquiera que se interponga. Ferreira es paranoico; cree que todos conspiran contra él. Eso lo hace impredecible, extremadamente peligroso.
El trayecto de la caminata por la ciudad fue tenso. François nos resumió la situación: el culto tenía dos bases principales en Lisboa, ambas disfrazadas de negocios legítimos. Una era una galería de arte en Avenidas Novas, la otra un club nocturno en Cais do Sodré.
—La galería es fachada para el blanqueo de dinero —explicó—. El club, para el tráfico de armas y contactos con organizaciones criminales locales, también es un hervidero de prostitutas y drogas.
—¿Qué tan protegidos están? —preguntó Cooper, ajustando su chaqueta.
—Más de lo que imaginas. Y la policía portuguesa no siempre es confiable —François bajó la voz—. Hay elementos radicalizados y corruptos incluso dentro de las fuerzas del orden. La clave está en entender la mente de Ferreira. Un lunático paranoico no actúa sin calcular el miedo que puede causar.
—Exacto. —Respondí— Y ese miedo es su arma más peligrosa. Pero también su talón de Aquiles. Si logramos desestabilizar su red, podemos hacer que se vuelva contra sí mismo.
Esa noche nos llevó a un club clandestino en un barrio de Lisboa, una fachada para el culto. Las luces bajas y la música estridente ocultaban un ambiente cargado de tensión. Observamos desde la sombra cómo mujeres jóvenes de mirada vacía y hombres con cicatrices recientes se movían en una danza que combinaba perversión y locura.
La violencia estalló en segundos. Disparos, dos cuerpos femeninos que caen, y el caos se desata. Nos replegamos hacia la calle, donde la noche invernal nos recibió como un refugio temporal.
Esa noche, nos refugiamos en un hotel discreto en el Bairro Alto. Las paredes, finas como papel, no lograban aislar los ruidos de la ciudad ni los ecos de nuestros temores.
—¿Por qué Ferreira es tan temido? —pregunté a François mientras sacaba una botella de vino del frigorífico.
—Porque disfruta el dolor ajeno —respondió con voz grave—. Es un psicópata, un artista del terror. Nadie sabe cuántos ha matado. Y es paranoico: cambia de mujeres cada noche y sabe que su cabeza tiene precio.
Cooper, siempre pragmático, desplegó un mapa sobre la mesa.
—Lisboa y Oporto. Debemos anticipar sus movimientos. ¿Qué conexiones tiene aquí?
François señaló varios puntos: almacenes en el centro, farmacias, cafeterías, restaurantes, panaderías, bares en Cais do Sodré, una iglesia abandonada en Graça. Cada lugar era un posible nido de víboras.
—El culto es como una hidra; cortan una cabeza y dos más aparecen—Dijo con voz áspera.
Salimos al balcón. Desde allí, la ciudad de Lisboa se extendía, iluminada por faroles antiguos y el murmullo lejano de la costa atlántica. La luna brillaba como un sol de medianoche. François nos había advertido que la cooperación policial local era limitada y que debíamos movernos con cautela. La tensión era palpable; cada rostro podía ocultar un criminal, cada sombra un asesino al acecho. En Lisboa, la red de Ferreira se extendía como una telaraña venenosa. Mientras el invierno portugués nos envolvía, sabíamos que el peligro era ilimitado, pero también que nuestra perspicacia y astucia serían la luz y la brújula que nos guiaría en el proceso. La misión apenas comenzaba, y el verdadero terror estaba por desatarse.
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