Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 23
Los informes que habíamos reunido eran claros: el culto había intensificado su presión y asedio a los partidos políticos locales. Usaban todos los medios a su alcance para asfixiarlos sistemáticamente: Las noticias eran fragmentadas, casi susurradas: amenazas veladas a concejales, extorsión a líderes de partidos menores, desapariciones inexplicables entre los asesores políticos. El culto no solo buscaba proteger sus negocios criminales —tráfico de drogas y prostitución en los clubes, terrorismo desde las panaderías, tráfico de drogas en las farmacias, tráfico de arte robado en las galerías, etc—, sino controlar a cada partido local, uno a uno, hasta asegurarse de que el próximo alcalde fuera un títere en sus manos. Sus intenciones eran claras: manipular las próximas elecciones municipales para instalar un alcalde marioneta, alguien que asegurara la impunidad de sus actividades criminales.

—Están atacando a todos los partidos —dijo Cooper, su voz apenas un susurro—. Chantaje, amenazas, sobornos. No hay distinción: izquierdas, derechas, centros, extremos. Quieren controlar cada escaño, cada voto, cada candidatura. Quieren asegurarse de que el candidato ganador les sirva de títere, manipulable y maleable. El culto necesita mantener la impunidad de sus actos criminales y de sus negocios fachada.

Me incliné hacia él, el vapor de mi té mezclándose con el aire frío.

—¿Y si intervenimos? ¿Si avisamos a alguien?

Cooper negó con la cabeza.

—No podemos. No es nuestra guerra ni nuestro trabajo. Lisboa tiene que pelear su propia batalla.  Además, ¿a quién avisarías? La guerra está en todas partes.

—Pero si el culto controla al alcalde, creerán que pueden controlar Lisboa, aunque no sea así—insistí.

—Eso ya ha sucedido antes, en otras ciudades. Lo político es solo una herramienta. Si destruimos la herramienta pero no la mano que la empuña, nada cambia.

Acepté su lógica a regañadientes. No podíamos salvar a todos, ni redimir Lisboa entera de la noche a la mañana. Aunque la decisión pesaba y la ciudad ardía en silencio, nosotros solo podíamos esperar.

Sabíamos que el culto planeaba controlar el congreso local —si es que lograban instalar a sus peones en los escaños clave—, pero nuestra investigación ya estaba en manos de quienes podían actuar cuando llegara el momento. El entramado era tan vasto como visible; Martínez, Ferreira y Vieira habían tejido una red que asfixiaba a Lisboa hasta sus cimientos.

La investigación nos había llevado a descubrir la verdadera naturaleza del culto en Lisboa. No era solo una organización criminal; era una maquinaria de brutalidad y perversión, una hidra con muchas cabezas. Mujeres y hombres jóvenes, reclutados en los márgenes de la sociedad, eran utilizados como peones. Los más peligrosos, los más perversos, los más violentos, ascendían rápido... Pero cuando ya no servían para encubrir a los criminales del culto—cuando se volvían un problema, un riesgo o simplemente prescindibles— eran eliminados sin piedad. Ex militares, contratados como sicarios, ejecutaban las órdenes con precisión fría. Noticias que nunca salían a la luz, ni en los periódicos, ni en los titulares. El patrón se repetía: traición, masacre, olvido.

—Son desechables —murmuró—. Carne de cañón. Cuando ya no sirven para encubrir al culto, los eliminan. El mismo patrón de Montreal.

Sentí un escalofrío. Lisboa, bajo la luz radiante del sol, ocultaba una oscuridad tan profunda como el Atlántico en invierno. La ciudad se transformaba en un tablero de ajedrez donde las piezas se movían en la penumbra, impulsadas por manos invisibles, mientras la corrupción se filtraba imparable como humedad en todas las fachadas antiguas de las calles.

A pesar de todo, nuestra estrategia era infalible y estaba funcionando. Habíamos reunido pruebas suficientes para comprometer a Martínez, Ferreira y Vieira, para exponer sus operaciones y forzar la intervención de las autoridades. Sabíamos que si Martínez, Ferreira y Vieira caían, el culto perdería su centro de gravedad y la organización criminal se fracturaría, principalmente en Montreal.

Todo en Montreal y Lisboa les servía de pantalla para el terrorismo, tráfico de drogas farmacéuticas y, en ocasiones, actividades mucho más oscuras.

—¿Has notado cómo los clubes nocturnos han cambiado de dueños en los últimos meses? —preguntó Cooper, su voz apenas un susurro mientras pasábamos junto a una de esas fachadas anodinas.

—Y las panaderías —añadí—, siempre abiertas, siempre con el mismo flujo de clientes o vacías, pero nunca están los dueños.

Cooper asintió, la mandíbula tensa.

—Las farmacéuticas son peores. Ensayos clínicos falsos, recetas ilegales, distribución de sustancias sintéticas. Todo con el visto bueno de algún alcalde comprado.

Al amanecer, Lisboa despertó con un rugido. El incendio del siglo. Desde el Castelo, vimos columnas de humo elevándose sobre la ciudad. El edificio de la TRP — la Televisão e Rádio de Portugal, el canal nacional más importante de Portugal— estaba envuelto en llamas, el fuego devorando los estudios, las antenas colapsando en una lluvia de chispas y escombros. El incendio iluminó el cielo, mientras el colapso estructural hacía temblar las calles de Lisboa. Sirenas, gritos, el caos absoluto. Sabíamos, sin necesidad de pruebas, que el incendio no era un accidente: Sin duda, era un auto-incendio, un auto-derrumbe orquestado para destruir pruebas y borrar todo rastro de los crímenes del culto. Martínez, Ferreira y Vieira no dejaban cabos sueltos. Varias fuentes ya nos habían advertido que era un hecho que iba a suceder desde hacía muchísimo tiempo.

—Ha caído la Televisão e Rádio de Portugal—Dije asombrada por el incendio.

—Esto solo confirma que estamos cerca. Cuando el culto destruye sus propios bastiones, es que teme lo que está a punto de salir a la luz.

—Pero algo no cuadra; no entiendo la equivalencia entre un canal de televisión nacional y los negocios fachada del culto por toda Lisboa: las panaderías, las farmacias, las iglesias abandonadas, etc.

Cooper solo se encogió de hombros sin decir nada.

—¿Y ahora?—Pregunté aún confundida.

—Ahora nos vamos. Ya tenemos suficiente. Lisboa es ya un tablero minado, y aunque nuestra estrategia aún está en marcha, aquí ha terminado. Por ahora, debemos esperar. Si el culto cae, al menos nadie más tendrá que morir por ellos. Si el culto se divide, si surge una lucha interna, se destruirán entre ellos. Solo entonces podremos intervenir sin convertirnos en mártires inútiles.

Sabía que tenía razón. Portugal era un tablero de ajedrez, y nosotros debíamos ser pacientes, fríos, calculadores.

El aeropuerto Humberto Delgado de Lisboa era un hervidero de rumores, turistas y policías. Mientras esperábamos el embarque, repasamos los últimos detalles de nuestro próximo destino.

—¿Turín? —pregunté, mirando el billete de avión con la ciudad italiana.

Cooper asintió.

—Turín. Dos canales de televisión autoincendiados y autoderrumbados Radio Televisione Digitale Italiana y Televisione e Radio de Italia. Es un patrón que se repite, que no nos sorprenda que vuelva a suceder. El culto está actuando. Pero esta vez, vamos un paso por delante.

Nos esperaba Italia, y con ella, una nueva batalla donde los tentáculos del culto ya se movían.

—¿Crees que alguna vez terminaremos con esto? —pregunté.

Cooper sonrió, una sombra de cansancio en sus ojos grises.

—No lo sé, McDowell. Meta tin Italia, isos mporoume na paroume kapoies diakopes. (Después de Italia, tal vez podamos tomarnos unas vacaciones)—Me dijo en un griego perfecto.

—Prepi akoma na pame stin Ispania (Aún tenemos que ir a España)— Repliqué también en griego.

Mientras el avión hacia Italia surcaba el cielo, el sol brillante ofrecía un magnetismo ardiente que renovaba el ánimo.

© Luu Herrera ,
книга «DECEMBER 11».
Коментарі